Doctor en Filosofía y en Teología, Francesc Torralba dirige la cátedra ETHOS de la Universidad Ramón Llull. Además de su tarea académica es un autor prolífico que ha publicado más de 1.800 artículos y más de 100 libros, y está muy presente en los medios de comunicación. El sentido de la existencia, la espiritualidad y la ética son ejes fundamentales de su pensamiento y de su obra.
-¿Cómo descubriste tu vocación por la filosofía?
Iba orientado hacia las ciencias. De hecho, hice el bachillerato científico, pero un profesor de filosofía excepcional me despertó la vocación. Abrió en mí una grieta por la cual nunca he vuelto a dejar de mirar la realidad que nos rodea. Estoy muy agradecido. Hacer filosofía es mirar el mundo que nos envuelve con ojos críticos, con la voluntad de comprenderlo hasta el límite de nuestras posibilidades. He descubierto, a lo largo del tiempo, que lo que realmente me llena es pensar con los demás, reflexionar en público. No creo que el pensamiento sea un acto solitario, solipsista, sino que siempre está en interacción con otros, ya estén presentes o ausentes. Disfruto mucho en el aula enseñando filosofía y poniendo sobre la mesa temas difíciles que nos afectan a todos.
-Alternas la actividad docente con el oficio de escribir y la divulgación. ¿Qué faceta es la que más disfrutas?
La escritura es un ejercicio solitario e introspectivo, es la pausa necesaria para poner orden a la mente y aclarar los pensamientos propios. Es el ámbito del recogimiento i también de la liberación personal. La docencia, en cambio, es un acto de público, es transferencia de conocimientos, es una manera de interactuar con los demás. Para mí son necesarios ambos movimientos: la sístole y la diástole, la recogida y la apertura, o se podría decir en clave física; hay que permanecer en el monasterio, pero también salir al ágora. Además, una actividad nutre la otra. Me llevo los interrogantes de mis alumnos a casa y se suelen convertir en textos. Y, a la vez, los textos que escribo también toman forma y vida en el aula, porque motivan infinitas discusiones.
-En tus libros Inteligencia espiritual i L’ètica algorítmica explicas que la sociedad del siglo XXI es escapista y dispersa en un contexto donde todo nos anima a no pensar. ¿Cómo podemos cultivar la reflexión y la serenidad ante tantos estímulos?
Vivimos en una era marcada por la velocidad, por la hiperestimulación visual o auditiva, por la búsqueda enloquecida del éxito, por la competitividad a ultranza y por el olvido del otro. Lo han escrito los grandes analistas: somos narcisistas compulsivos, tecnodependientes y desencantados política y socialmente. En la atmósfera espiritual de nuestro tiempo se detecta desasosiego, malestar e inquietud, porque la incerteza del futuro nos acapara y el ritmo del presente es excesivo. Correr o morir. No sabemos exactamente hacia dónde vamos, pero hay que ir lo más rápido posible. Necesitamos como agua en el desierto el cultivo de la serenidad, la aceptación de los propios límites, abrir los ojos y mirar más allá de las pantallas, pero para conseguirlo, tenemos que entrenar para no querer controlarlo todo, para dejar que las cosas sean y sucedan. La voluntad de dominio i el exceso de expectativas nos generan una inquietud constante, porque llega lo inesperado. Buscamos, desesperadamente, el reconocimiento de los demás.
-¿Por qué consideras que la espiritualidad es tan útil y necesaria en la era digital?
Es imprescindible, por salud mental y emocional, hacer pausas. La conexión permanente es una forma de esclavitud. Tenemos que atrevernos a dejar la pantalla y levantar la cabeza. La naturaleza, el arte, la música son fuentes de inspiración que nos elevan y nos hacen pensar, que activan nuestra vida espiritual y nos llaman a salir de nosotros mismos e interrogarnos por lo que hacemos. La pausa, sin embargo, es peligrosa porque cuando uno se para a pensar quizás se de cuenta del vacío existencial de su vida y se vea impulsado a huir de sí mismo. Hay que tener la audacia de desconectar y abrir a la dimensión espiritual. La espiritualidad es, esencialmente, apertura, la salida de uno mismo, la interrogación por el sentido. Evoca nuestra capacidad de trascender el tiempo y el espacio y sentirnos parte de un Todo más grande que nos sostiene.
-¿Cómo ves el auge de la inteligencia artificial? ¿Estamos preparados como sociedad para esta transformación?
No, no lo estamos, pero nos adaptaremos. El ser humano ha demostrado a lo largo de su evolución como especie una inmensa capacidad de adaptación. Somos dúctiles y tenemos la habilidad, gracias a la inteligencia y a la imaginación, de aclimatarnos a contextos difíciles, áridos, y hasta hostiles. En estos procesos de adaptación siempre hay víctimas, personas que quedan al margen, que no pueden seguir el ritmo trepidante que la sociedad impone. Me preocupa especialmente este sistema de vida hipertecnológico y competitivo que genera a diestro y siniestro una inmensa masa de grupos vulnerables, de personas que se quedan a los márgenes.
-¿Crees que se está teniendo presente ética en este despliegue tecnológico?
Hay una tecnoética global. Necesitamos reflexionar, a fondo, sobre las consecuencias de la disrupción tecnológica exponencial que estamos viviendo en muchos campos como en la Inteligencia Artificial Generativa, en la robótica, en la nanotecnología, en biotecnologías o en las tecnologías de la información y de la comunicación. Es imprescindible que este desarrollo vertiginoso respete los principios tan elementales de la ética como la sublime dignidad humana, la intimidad, la equidad, la seguridad, pero también la libertad. Estamos delegando cada vez más nuestras decisiones a artefactos supuestamente inteligentes que las toman por nosotros. Para desplegar esta tecnoética hay que crear órganos de deliberación, comités de ética de análisis tecnológico de tipo interdisciplinario en los cuales sea posible el diálogo fecundo entre tecnólogos, ingenieros, matemáticos, físicos, y, a la vez, filósofos, antropólogos, sociólogos y teólogos. Estamos, todavía, muy lejos de eso. Hay demasiadas barreras lingüísticas y, a veces, también hay injusticia epistémica. La regulación jurídica de la Inteligencia Artificial Generativa es indispensable, pero el ritmo del derecho es mucho más lento que el trepidante ritmo de innovación tecnológica, porque requiere consenso, negociación y, antes de nada, debate público.
-En tu libro Elogio de la madurez explicas que la madurez es, para quien la alcanza, una época de máximo esplendor y realización. ¿Qué nos aporta la madurez?
La madurez es la etapa central de la vida humana. Es el momento de dar frutos, de asumir responsabilidades, de disfrutar de la experiencia vivida, de reconocer los errores cometidos y aprender de ellos y de dar generosamente a los demás todo lo que hemos aprendido. Es la etapa del compromiso. Tendemos a evitarla, porque nos provoca miedo y temblor asumir compromisos de carácter irreversible, por eso tendemos a dilatar tanto como podemos la adolescencia y vivir instalados en lo que Immanuel Kant llamaba la culpable minoría de edad. Hemos mitificado la juventud, pero la madurez tiene sus virtudes. Es el tiempo de la prudencia, del buen comportamiento, de la moderación y de forjar amistades sólidas. Con los años nos hacemos más selectivos, valoramos más el tiempo que tenemos, porque sabemos que es limitado y efímero y disfrutamos de las cosas bellas que nos ofrece la vida: de la naturaleza, del arte, de la conversación inteligente, del deporte, de la música, de la lectura, del silencio y de la estima de los demás. Aun así, la madurez no es la etapa final, sino el prólogo de la última etapa, la vejez que también tiene sus luces y sombras, pero que, en términos generales, nos inquieta.
-Otro tema vital que tratas en tus libros es la muerte. En Palabras de consuelo. En la muerte de un ser querido propones hacer del duelo una oportunidad para conectar con nuestros sentimientos más profundos. ¿Por qué crees que, en una sociedad como la nuestra, el tema de la muerte es tabú?
La muerte es un tabú porque nos entristece pensar que no vamos a estar para siempre, que las personas a las que queremos dejaran de estar, que irremisiblemente nuestra vida tiene un término final. La muerte es un tema prohibido porque vivimos en la era de la omnipotencia, de la ilimitación, en la que nos creemos que todo es posible, hasta la longevidad indefinida, como sugieren los transhumanistas, pero el hecho duro e inevitable es que no es así. No hay que haber vivido mucho tiempo para darse cuenta de que, a lo largo de la vida, nos equivocamos, enfermamos, experimentamos el sabor amargo del sufrimiento y también el regusto del fracaso. No todo es posible y la muerte nos lo recuerda constantemente. La muerte es un tabú porque no tenemos respuestas concluyentes, no tenemos conocimiento respecto a lo que nos espera. Hay muchos relatos de ultratumba, pero no gozamos de un saber empíricamente contrastado. Tendemos a excluir las preguntas que nos generan inquietud, que nos dejan huérfanos de palabras, porque revelan nuestra ignorancia. La muerte es un tema prohibido porque nos recuerda que somos finitos, efímeros, volátiles, y tenemos un deseo de quedarnos, de persistir, una semilla de eternidad en nuestro ser, y nada puede apagarla.
-En tu último libro Cuando todo se desmorona. Meditar con Kierkegaard has escogido al filósofo danés como eje central. ¿Por qué has escogido a Kierkegaard en tu invitación a la meditación a través de la apropiación de un texto?
Kierkegaard es una fuente de inspiración en mi modesto trabajo intelectual. Lo ha sido desde los veinte años y sigue siendo una fuente de ideas que me estimulan a pensar, a meditar, a contrastarlas con mis propios pensamientos. Su defensa de la autenticidad y de la individualidad de cada uno me parecen pilares básicos de su pensamiento, pero también la manera como entiende la fe, la relación con Dios y la esperanza. Me admira el análisis que hace de la angustia y la desesperación, dos estados de ánimo muy presentes en nuestro mundo. Hace una filosofía arraigada a la realidad, centrada en la persona de carne y hueso, huye de la caída en la abstracción y reconoce los límites de la razón a la hora de afrontar la inmensidad del misterio. Es pícaro, irónico y, a veces, provocador y mordaz. Nunca deja indiferente al lector y lo obliga a hacer el noble ejercicio de pensarse a sí mismo, de examinar su propia vida y de interrogarse qué sentido tiene y si es una vida plena. Es, a la vez, un despertador, porque sacude el alma de arriba abajo; pero también, y paradójicamente, un bálsamo, porque en sus textos encuentro consuelo, sosiego, serenidad.
-Recientemente has recibido el premio Ratzinger que otorga la Fundación Vaticana dedicada a la figura del papa Benedicto XVI. ¿Qué significa para ti este reconocimiento?
Este premio es un reconocimiento que no me esperaba, que me ha sorprendido y que acojo con respeto, humildad y responsabilidad. No estaba en ninguna de mis expectativas poder ser destinatario de este galardón. Quedo asombrado cuando veo la lista de pensadores, de artistas, de teólogos y de filósofos de alrededor del mundo, católicos, protestantes, ortodoxos y judíos que lo han recibido. Algunos de ellos son objeto de estudio en mis clases en la universidad. Este premio es, sobre todo, un estímulo para seguir haciendo el trabajo que hago, para abrir nuevos campos de reflexión y me empuja a persistir en ese trabajo desde el rigor, la generosidad y la autocrítica. También es una ocasión para que mi obra tenga más visibilidad y llegue a nuevos lectores. Por todo junto, estoy agradecido.


