Calles que avisan de la disponibilidad de aparcamiento, basuras que piden ser recogidas, sistemas de riego que se autoprograman en función de las previsiones meteorológicas… Son objetos inteligentes, sí, pero que deben ser gestionados también de una manera inteligente, pensando en el bienestar de las personas.
La Organización de las Naciones Unidas prevé que en 2050 la población mundial superará los 9.000 millones de habitantes y que dos tercios de éstos vivirán en ciudades, entornos altamente densificados que en estos momentos se estima que son los responsables del consumo del 75 % de la energía mundial y que generan el 80 % de los gases responsables del efecto invernadero. Este desafío requiere una planificación urbanística que ponga a los habitantes en el centro.
Siendo así, las smarts cities o ciudades inteligentes, que se sirven de las tecnologías de la información y las comunicaciones para desarrollar infraestructuras que minimizan el gasto energético y mejoran la calidad de vida, vienen a llevar un balón de oxígeno a la lucha contra el cambio climático y la creciente contaminación. El Banco Internacional de Desarrollo (BID) añade que las ciudades inteligentes tienen que ser capaces de “resolver problemas inmediatos, organizar escenarios urbanos complejos y generar respuestas innovadoras” que satisfagan las necesidades de los habitantes. Unas demandas que solo se solucionarán si se agrega el término humanista al de digitalización.
Inteligentes, pero también inclusivas
El 25 % de la población mundial son personas mayores y personas con discapacidad, todos ellos con barreras diarias que reducen sus posibilidades de participar de forma activa. En 2050 se calcula que lleguen a los 2 mil millones. Una ciudad accesible e inclusiva es la que integra la participación en las oportunidades sociales, políticas, económicas y culturales que se ofrecen a todas las personas. Según Cities For All, tenemos gracias a la tecnología una oportunidad única para incorporar herramientas en las políticas de estrategia urbana que no sean discriminatorias y que mejoren la accesibilidad de las instalaciones de servicios en unos entornos accesibles e inclusivos.
En este sentido, el concepto de smart city está muy ligado a la filosofía de los datos libres, para que todo el mundo pueda tener acceso y pensar en la mejor manera de resolver los principales problemas de la ciudad, muchas veces los mismos ciudadanos, que proporcionan la información a través de sus móviles.
Si en la actualidad disponemos ya de mucha información sobre el funcionamiento de nuestras ciudades, precisamente lo que pide la inteligencia smart es ir más allá y crear una gran red de datos en flujo continuo y capacidad para presentarlos después de forma inteligible para que los ciudadanos, en interacción con los dispositivos urbanos, tengan una vida más fácil y feliz.
Los sistemas que regulan el tráfico, por ejemplo, pueden servir a la vez para indicar el nivel de contaminación, datos que, a su vez, pueden ser vitales a la hora de explicar la incidencia de determinadas enfermedades respiratorias en la ciudad, un estudio que después podrían utilizar los usuarios para elaborar las mejores rutas para pasear, correr, comprar… Esto son las smart cities, la oportunidad de aprovechar las tecnologías para crear un mundo más eficiente, práctico y sostenible y donde la puerta a la innovación esté siempre abierta.
Sin embargo, las actuaciones innovadoras en las ciudades deben diseñarse poniendo el foco en sus habitantes y visitantes; es decir, cualquier acción debe ser pensada considerando las necesidades de las personas, por y para las personas, buscando su mayor y mejor satisfacción. Además, es necesario desarrollar estrategias de inclusión para evitar generar o ampliar las diferencias entre los ciudadanos. De esta forma la ciudad inteligente se humaniza.